EL PINTOR DE LOS CAMPOS CUBANOS
Un acercamiento a la vida y obra de Carlos Enríquez
La figura delgadísima. El pelo negro y revuelto bajo una gorra desteñida. Los ojos grandes, siempre pícaros. Tiene 11 años y un torrente de ideas fluyendo por su cabeza.
Algunas veces calza polainas, sombrero alón y unos pantalones enormes, se encinta un revólver viejo –rescatado de los recovecos de la casa- y finge ser uno de esos bandoleros que viven en las cuevas del Boquerón o La Cantera. Otras, se le ve sobre el lomo de mansos corceles, desandando las calles de su Zulueta natal.
Apenas piensa en los estudios. El colegio Riverón, donde reciben la enseñanza primaria los niños de la comarca, le resulta aburrido. No le complacen tampoco las charlas familiares pues el padre, don Enríquez, ve al muchacho convertido en doctor, como él, o en comerciante.
Prefiere las fugas al campo, la frescura de los ríos, el olor a roble y palmiche, el azul violáceo del horizonte. Dedica horas a contemplar los paisajes, los retiene en su mente y después, pinta.
De esta infancia brotan, a la postre, Manuel García, rey de los campos de Cuba, El hombre de Las Casimbas, Paisaje con Río y tantos más de sus cuadros pertenecientes al romancero guajiro.
Por lo pronto, un montón de hojas sueltas, el cuaderno de dibujos que regaló el abuelo hace mucho tiempo, las paredes del comedor, las baldosas del suelo: cualquier lugar es propicio para dejar las huellas de Carlitos, o Carlos Enríquez, el futuro crack de la pintura cubana.
Una mirada a la plástica de Carlos Enríquez
La pintura de Carlos Enríquez ha trascendido su tiempo, y como suele suceder en el mundo del buen arte, ha ganado mayores seguidores tras el paso de los años.
Con una personalísima interpretación de lo más legendario de sus raíces, visto a través de una exquisita sensualidad, el pintor dibujó en sus lienzos una Cuba guajira justo en la tercera década del siglo XX.
Descubrió en el campo cubano la clave para salvaguardar la identidad criolla aplastada por la tiranía machadista, y en el intento revolucionó la pintura cubana de la época, lisiada por un ostracismo secular.
Títulos como El rapto de las mulatas, El Combate, Manuel García, Los Carboneros, transmiten con precisión la esencia de su obra, a la cual denominó un Romancero Criollo.
El estilo particular de Carlos Enríquez, su marcado interés por lo autóctono abrió nuevos caminos en el arte cubano, rescató del olvido los grabados populares y los dibujos anónimos, relegados durante años a salones oficiales.
Retrato de Familia
Abre el siglo XX, Europa toda se estremece, estupefacta, ante la exposición de París: viejos sueños devenidos en nuevos experimentos de la ciencia y la técnica. Latinoamérica renta sus mercados “al norte revuelto y brutal” que ofrece el grillete económico de los tratados comerciales, guiados por Mister Platt, adquiere oficialmente la condición de neocolonia al tiempo que pierde parte de la costa guantanamera.
Al interior de la provincia Las Villas, una comarca de agricultores y pequeñoburgueses puja su desarrollo entre las inestables aguas del comercio y la escasa propiedad agrícola, sin sospechar aún de la prominente figura que arrobará en sus calles por trece años.
La familia de los Enríquez de las más distinguidas de Zulueta y de los alrededores. Fama atribuida en parte al viejo patriarca, Carlos Enríquez y López, oriundo de La Habana y establecido después en el poblado, donde garantizó su bienestar económico gracias a algunas acciones, obtenidas de la tierra. Amante de las pinturas y los negocios, murió en Zulueta en 1906 sin llegar a ser nunca un pintor o colono a cabalidad.
El primogénito, Carlos Enríquez y Acosta, graduado de médico en 1896 en la Universidad de La Habana y radicado en Las Villas junto a su padre, también consolidó para sí amplio prestigio por sus menesteres como galeno: unas veces recorría caballo la región para ofrecer a los campesinos sus servicios y otras, hallábase en disposición de aliviar los malestares de las familias adineradas de la zona. Su reputación fue tal que ejerció como médico de cabecera de Gerardo Machado durante la tiranía del “asno con garras”.
En 1897 el doctor contrajo nupcias con Isabel Gómez Diez de cuya unión nacieron cinco hijos. Uno en especial daría a la familia más preocupaciones de las imaginadas.
Carlos Primero y Fálico, Carlos Fálico y Diablo
Carlos Antonio Esteban Enríquez Gómez o Carlos Enríquez -como trascendió- asomó a la vida el 3 de agosto de 1900. Fue el segundo crío y el primero de los dos únicos varones del matrimonio. Inquieto y aventurero, revoltoso y soñador.
Las llanuras verdeazules de los alrededores gozaron de sus visitas tanto o más que el colegio Riverón, centro de instrucción de los primeros grados. Perros, caballos y paisajes le eran más gratos que la aritmética o las ciencias. Y el médico o negociante que pretendía volverlo su padre solo iba quedando un vago deseo de familia. En parte por el carácter rebelde de Carlitos, en parte por la fuerte influencia del abuelo paterno, pues a menudo lo revolcaba entre viejos cuadernos de pintura para luego sacarle figuras infantiles de los bandoleros, ríos y galeones españoles.
De 1913 a 1919 Carlos Enríquez viajó a La Habana para cursar los estudios secundarios en el Candler College, a cargo de la orden religiosa de los Escolapios.
“Mosquito”, comenzaron llamándole sus condiscípulos, dado su rostro enjuto y timbre delgado. No obstante con su talento pictórico y las habituales portadas que hacía para “Heredia”, la revista del colegio, logró cautivar a todos los compañeros de clase. Pero quien más le admiraba era “Piojoloco” un alumnos dos años menor que él, atraído también por los trazos y acuarelas y despojado con posterioridad del mote para quedar simple y grandiosamente como Marcelo Pogolotti.
La adolescencia compartida por estas futuras personalidades de la plástica cubana trascurrió entre excursiones a las costas habaneras, juegos de pelota, desfalcos a los puntos de ventas de los chinos y charlas en el colegio para satirizar a los personajes bíblicos y escandalizar al profesorado.
Tales irreverencias obligaron a don Carlos a trasladar al muchacho a la Academia Newton, donde enseñaba el poeta mexicano Salvador Díaz Mirón, compelido, como otros tantos compatriotas a buscar refugio en Cuba por los convulsos acontecimientos de la Revolución Mexicana. Todo esto en medio de un clima nacional de corrupción y desorden por los gobiernos proimperialistas de Estrada Palma, José miguel Gómez y ahora Menocal, cuya desfachatez ya incentivaba el sentimiento nacionalista de los obreros cubanos.
Por decisión del doctor Enríquez, Carlitos fue traslado a los Estados Unidos en 1920. Matriculó estudios de comercio en la Curtis Bussines School de Filadelfia y con algunas irregularidades se graduó de bachiller.
“(…) Después de fracasar en varios Preparatories schooles, en 1934 entré en la Pensylvania Academy of Fine Arts, pero con tan mala suerte que no le fui simpático a cierto profesor Miller, tomándose este la molestia de que hacer que me despidieran de dicha academia”, escribiría en 1943 a Alfred Barr, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, ilustrado los últimos años de su primera visita a Estados Unidos.
Regresó a La Habana en 1925 y se casó con la también pintora Alice Hartley Neel, de Marion Square, Filadelfia, a quien había conocido durante su paso por la academia norteamericana. Una vivienda ubicada en la calle Revolución 3, del barrio La Víbora, constituyó el hogar de la joven pareja. Varios bocetos y un autorretrato de atmósfera romántica conformaban entonces toda la obra de Enríquez.
De y por la vanguardia
Poco a poco el joven Carlos se filtra entre las capas de la intelectualidad habanera. Sus óleos estremecen a la burguesía y la plutocracia citadinas. Realismo, obscenidad, escepticismo, erotismo permean sus líneas angulosas y envuelven en ambientes sensuales los colores violentos o translúcidos de paisajes y figuras humanas.
Tales atributos señalan a Carlos Enríquez como uno de los jóvenes de la Generación del 27, movimiento plástico cubano que, con la guía de Víctor Manuel, dirige la vanguardia artística nacional por el camino de lo autóctono, de la denuncia social, de la crítica a la política corrupta de los gobernantes.
Le siguen muy de cerca los juicios elitistas del español José Ortega y Gasset, a las que Enríquez antepone su visión de que el arte nuevo, moderno, debe permanecer unido a los intereses populares pues es ahí donde radica la verdadera renovación.
En el Salón de Bellas Artes de La Habana se exhibieron durante 1925 varios cuadros de Eduardo Abela, Víctor Manuel, Pogolotti y Enríquez, la mayoría de paisajes urbanos.
La rebeldía política e intelectual de estos jóvenes evolucionó en los venideros años y la Revista de Avance constituyó el soporte esencial para las expresiones vanguardistas, acérrimas enemigas de los convencionalismos, del imperialismo y de las tiranías.
Carlos Enríquez alternaba la pintura con el trabajo en las carboneras de uno de sus cuñados, las reuniones amistosas en la Plaza de la Catedral y las visitas a zonas rurales en busca de otros tonos para sus lienzos. Alice y Pogolotti siempre le acompañaban.
Para 1927 se celebra el XII Salón de Bellas Artes con envíos de Antonio Gattorno, Víctor Manuel y otras figuras relevantes de la plástica de la época. Las obras de Carlos Enríquez y su esposa sobresalen entre todas por los trazos neoimpresionistas.
Tiempo después en la calle Prado, sede de la Asociación de Pintores y Escultores, la Revista de Avance organiza la exposición Arte Nuevo 1927. El zulueteño escandaliza al público con dos cuadros de desnudos femeninos, retirados de la muestra antes de provocar mayores revuelos entre la crítica puritana y conservadora allí presente.
Un período de continuos fracasos irrumpe en la vida personal de Carlos. Quiebra la empresa carbonífera que administraba y la dura situación económica en Cuba obliga a Alice a buscar mejor fortuna en su país de origen. El esposo continúa dibujando en la casa de los padres, donde el vino minimiza las nostalgias de su provisional soltería.
Vuelve Carlos a Estados Unidos y allí trabaja junto a Robert Henri, considerado en aquel entonces “maestro de varias generaciones de artistas estadounidenses”. Intenta ganar dinero con sus pinturas, mas los periódicos y casas comerciales lo reconocen mal y lo remuneran peor. Su matrimonio también fracasa y la primogénita, Santillana del Mar, muere de difteria. A inicios de 1930 regresa a La Habana con su otra hija Isabetta.
Entretanto, la Revista de Avance auspicia una nueva muestra en la Asociación de Reporters de La Habana. Carlos lleva sus lienzos. Hay en ellos un leve matiz de expresionismo y ese toque erótico que la crítica conservadora se empeña en bautizar como “realismo exagerado”.
En uno de los dibujos se distingue una figura regordeta y grotesca, de rostro similar al del presidente Gerardo Machado. De inmediato, los esbirros destruyen esa y otras pinturas consideradas ofensivas para la gobernación. Al sátrapa tampoco le hace gracia el arte del “pintorcillo atrevido” y luego se le escucha, amenazante, en una charla con el doctor Enríquez Costa:
-Bien, doctor, su hijo es un cabrón malcriado y si no sale de Cuba por su cuenta, y rápido, se la voy a arrancar, ¡carajo!
Sin embargo, entre la intelectualidad nacional de vanguardia, Carlos se lleva los aplausos. Y Jorge Mañach, entonces coeditor de la Revista de Avance, comenta que “…trae él a nuestro arte incipiente, tan lleno de lo medroso y de lo débil, una nota inusitada de valor y de vigor dentro de un orden puramente estético”.
De 1930 a 1934 Carlos Enríquez comenzó un viaje por distintos países europeos. Italia abrió el itinerario del joven pintor, pues encontrábase allí su amigo “Piojoloco”, relacionado ahora con ciertas vertientes del Futurismo. Carlos prefirió visitar los lugares de interés artístico para él, en vez de mezclarse con tendencias que le resultaban ajenas.
Siguió viaje a París. Montparnasse, “el barrio de los artistas”, lo puso en contacto con la flor y nata de la bohemia parisina. El café El Domo era sitio de habituales reuniones para los emigrantes y visitantes ocasionales de todas latitudes: Diego Rivera, Félix Pita Rodríguez, Pogolotti –cuando no estaba en Turín-, Luis Buñuel, Alejo Carpentier, Eduardo Avilés Ramírez, el japonés Foujita, César Vallejo.
Carlos Enríquez no solo se integró a los placeres de tertulia y alcohol de este grupo de intelectuales, sino que entabló relaciones con el movimiento surrealista francés, fundamentalmente el de izquierda.
Entre tragos, acuarelas y penurias económicas pasó sus días en París. Por intermedio de Félix Pita, Demetrio Korsi, corresponsal de la revista habanera Orbe, le hizo una entrevista en la que el pintor explicó la “sensación abstracta” de sus lienzos y valoró el arte académico como:
“…una habilidad profesional donde huelga la creación y abunda la dispepsia sentimental del individuo, convertido en artesano –mediocre- de esta época, donde las máquinas de reproducción han alcanzado un grado tan sutil de perfeccionamiento”.
Al tiempo, Carlos se trasladó a España. En el Ateneo de Oviedo, centro de la industria metalúrgica española, el cubano exhibió varios cuadros que, según la prensa local, pertenecían a “las más modernas tendencias”.
Primavera bacteriológica, Pepita y Lolita, Retrato radiográfico, Crimen en el aire con guardia civil y La Virgen del Cobre integraron otra exposición personal en el Patronato de Turismo. Los óleos de Enríquez ruborizaron nuevamente al público, y gracias a la presencia de Wilfredo Lam y otros reconocidos artistas que siempre le acompañaban, el evento no se convirtió en funeral.
Derribado el presidente Machado, el zulueteño volvió a La Habana tras una arriesgada travesía como polizón en el barco inglés Órbita.
De potrancas y mulatas: el nacionalismo universal
Una vez en la capital, Carlos Enríquez hizo frente al estancamiento y mimetismo en que se hallaba la plástica cubana y aludió a la necesidad de una completa reforma de la Academia de Bellas Artes San Alejandro, a fin de “sobreponerse a los criterios mediocres y actuar solamente bajo el punto de vista artístico, en beneficio del país”.
El 1 de marzo de 1934 organizó un certamen en el Lyceum habanero, pero el mismo no pudo efectuarse por las quejas de varios asociados. No obstante, dos días después el doctor Emilio Roig de Leuchsenring prestó su bufete para que se reanudara la muestra. Respecto al éxito de la exhibición Marcelo Pogolotti refirió:
“…un grupo de intelectuales avanzados para aquella época, integrado principalmente por minoristas, pudo apreciar la calidad del tratamiento pictórico de nalgas y senos como el de otras formas cualesquiera, sin considerarlo indecente”.
Carlos Enríquez creció en fama y calidad artística. Las vicisitudes sociales, intelectuales y políticas de los cubanos se le antojaron motivo permanente de sus lienzos, permeados de mulatas fastuosas, de palmas y caballos, de ríos y campesinos, de una inquietud plástica que definió como criollismo o “los eslabones perdidos” del arte en Cuba. Con esfuerzos similares Amelia Peláez, Pogolotti, Abela y otros propusieron ensalzar en sus obras las fuerzas vitales de la nación.
“Para nosotros (…), lo esencial es sentir el ambiente, saturarse del medio y expresar después, de manera elocuente y sincera, esas interioridades que vienen a la mente como los guajiros endomingados al pueblo”.
En 1935 el Colegio de Arquitectos constituyó sede de la Exposición Nacional de Pintura y Escultura. Modernistas y academicistas –cada grupo en salones distintos-, más que presentar, enfrentaron sus creaciones. En el primer grupo sobresalían las obras de Carlos Enríquez, Víctor Manuel, Julito Girona, Rita Longa, Fausto Ramos, Fidelio Ponce y Amelia. Manuel García, rey de los campos de Cuba de Enríquez, resultó premiada.
Concebida en 1934, dicha pintura recreaba el personaje de un bandido que se había ganado las simpatías del pueblo por sus acciones como vengador de la manigua, a favor de la independencia nacional. Se cuenta además que despojaba de sus riquezas a los sectores explotadores y empleaba el botín para comprar armas y ayudar a los campesinos.
En su infancia, Carlos Enríquez escuchó muchas veces, de boca de los mayores, las increíbles historias de estos malhechores que frecuentaban los lomeríos cercanos a Zulueta.
Hacia 1936 Domingo Ravenet, Amelia y Enríquez coordinaron otra exposición en el Círculo de Amigos de la Cultura Francesa con el objetivo de hacerle propaganda a los modernos. A raíz de la muestra, el autor de Retrato radiográfico explica el término romancero guajiro desde su perspectiva de la autoctonía artística. Entre las principales pinturas del romancero está Campesinos felices, mezcla de dolor e ironía para exaltar la lúgubre estampa del campesinado cubano.
Al año siguiente el Departamento de Cultura del Ayuntamiento de La Habana convocó a la Exposición de Arte Moderno, con sede en el Centro de Dependientes, un céntrico edificio del ambiente citadino. Carlos también asistió. Limpieza de elementales, Mujer en el platanal y El hombre de Las Casimbas pertenecen a este ciclo.
Otras presentaciones se sucedieron y a pesar de las antipatías habituales, los “modernos” enriquecieron aún más sus obras, incursionando incluso en el muralismo, aunque con menos aprobación para dicho estilo. De aquí se le conoce al zulueteño La invasión, homenaje a Antonio Maceo y su algarada al occidente cubano.
Instalado a la postre en el reparto San Agustín de los suburbios habaneros, El Hurón Azul devino su paraíso terrenal: los potreros y palmares colindantes con la finca excitaban la potencialidad innovadora de Carlos Enríquez, algo menguada tras la muerte del padre en 1937.
El período comprendido entre los finales de la década del 30 y primera mitad del 40 resultó de gran ajetreo profesional para el pintor: a la Exposición Nacional de 1938 envió El rapto de las mulatas, y resultó premiado, conoció a Eva Frejaville, la joven intelectual francesa que se convirtió en su segunda esposa, participó en otros certámenes y decidió difundir su obra por el extranjero.
Presentó sus lienzos en Nueva York y México, obteniendo merecidos elogios por el surrealismo que recreaba en los dibujos, un surrealismo sin dudas influenciado por la corriente francesa, pero ligado al realismo mágico latinoamericano, y exhibió Dos Ríos, uno de los ejemplares, como proyecto de mural.
Incursionó en la literatura y publicó las novelas Tilín García, La feria de Guaicanama y La vuelta de Chencho, todas dedicadas a su esposa y musa, Eva.
Para 1946 ya Haití, la Unión Soviética, Guatemala y Argentina conocen de sus óleos. El combate, Paisaje criollo, El baño de la Lola, El palmar, son aclamados por los más afamados eruditos del momento y logran una buena receptividad en los sectores progresistas haitianos. Germaine, una mulata burguesa de Puerto Príncipe, será su nueva inspiración tras el fracasado matrimonio con la francesa Frejaville.
Vuelto al Hurón Azul, Carlos Enríquez continúa pintando. La arlequina resalta entre las mejores muestras de la III Exposición Nacional de Pintura y Escultura. No obstante, las sempiternas juergas de alcohol le consumen y no solo la salud se debilita: la voluntad de oficio también va en declive y la técnica del fresco le resulta embarazosa.
Centrales, bueyes, cañaverales y su fiel canino Calibán constituyen ahora los objetos reincidentes de su obra. La bebida no corroe, por fortuna, su “bestial” imaginación. Autorretratos, ilustraciones para libros y nuevas colecciones componen la producción pictórica de esta etapa, que se extiende hasta 1951. También diseña la escenografía y el vestuario del ballet cubano Antes del alba, del coreógrafo Alberto Alonso, y participa en la exposición colectiva de arte cubano que aconteció en el Museo de Arte Moderno de París en ese año.
Mas, las carencias monetarias agudizan las penurias del autor de El rapto de las mulatas. El despilfarro de cuanto dinero le cae en las manos –ya sea para costear sus libaciones o regalar juguetes a los niños pobres de la barriada- lo obliga a ayunar con frecuencia y a vender algunos ejemplares de su cuentística y lienzos.
En 1953 Carlos Enríquez se divorcia por tercera vez. Dada su inestabilidad emocional y su deplorable salud, permanece varios días en el hospital Calixto García bajo tratamiento neurosiquiátrico. Allí conoce que Dos Ríos ha ganado el premio del concurso por el centenario de José Martí; sus amigos habían decidido enviar el cuadro al certamen.
Cuatro años más tarde, de vuelta a su paraíso del Hurón Azul, falleció. Entraba así a la historia como un destacado renovador de la plástica cubana, como el militante de izquierda que llegó a ser, con su pincel, el paisajista nacional por excelencia, el verdadero rey de los campos de Cuba.
Pinceles para una Cuba en abstracto
Una mirada profunda a la composición plástica de Carlos Enríquez, revela la excelencia de su obra. Alejada de todo facilismo, la pintura de este artista, se caracteriza en el ámbito formal por la riqueza de color, el uso de las transparencias y por la persistencia de figuras sensuales, mientras que lo temático insiste en la interpretación muy personal de su entorno inmediato.
Aun cuando algunos elementos de su técnica lo acerquen a la corriente surrealista, la presencia de lo carnal, el empleo de fuentes terrenales que alimentan su imaginación y su erotismo, lo sitúan entre lo más clásico del expresionismo cubano.
El uso de varios recursos formales, como las transparencias, hacen que el ambiente recreado por el pintor parezca imaginario, sin embargo todas sus pinturas apuntan a un mundo real y verificable. Lo guajiro y criollo, poblado por bastas formas femeninas que desbordan una sensualidad inusual en la pintura cubana.
A criterio de algunos especialistas en artes plásticas, la transparencia en la obra de Carlos Enríquez lejos de simular un entorno onírico, intenta comunicar su afán por el deleite de las formas, de manera que permita percibir varias de ellas a la vez, entremezclándose en la vista como en el disfrute de varios estímulos simultáneos. (Situar una de sus pinturas). (Situar El rapto de las mulatas –montaje a través de transparencias-)
Otra característica evidente en su forma pictórica es el uso de colores que confieren a sus cuadros una gran fuerza expresiva, azules, malvas, y sobre todo, rojos. Asimismo la luminosidad empleada por Carlos Enríquez, otorga a sus pinturas una incandescencia interior que redondea las formas y las hace traslúcidas; tal efecto produce una sensación de movimiento frenético.
La técnica de Carlos Enríquez, distinta a la pirotecnia decorativa abundante en la Isla durante los años treinta, marcó el inicio una nueva etapa para la pintura nacional. Todas sus obras no solo aludieron a la realidad cubana de su tiempo, a través de la interpretación del paisaje guajiro, erótico y violento, sino que también enfrentaron las condiciones de oprobio del campesinado y proletario de la época.
Por su estilo tan personal, la obra de Carlos Enríquez no tuvo seguidores inmediatos después de su fallecimiento en 1957. Sin embargo, tal hecho no disminuye su importancia. La pintura de este zulueteño impulsó con nuevas técnicas la plástica cubana. Desde la humildad y la obstinación, rescató la esencia de su tierra; puso su arte a favor del progreso social y sirvió de ejemplo a generaciones posteriores que hicieron que la pintura cubana moderna alcanzaran logros definitivos.
0 comentarios